Las primeras guerras en la tierra

Las primera guerras, he aquí una pregunta destinada a quedar sin respuesta. Probablemente es tan antigua como el hombre, y tal vez más.

Según algunos estudiosos, la primera gran batalla se libró en tiempos de la última glaciación, entre dos tribus de simios.

Como es natural, nos movemos en el campo de la hipótesis, pero lo cierto es que la guerra se encuentra presente en los más antiguos testimonios de la civilización humana.

La mayor parte de los hallazgos arqueológicos de la Edad de Piedra está integrada por armas que no servían necesariamente para la caza de animales.

Él es Marte, considerado el Dios de la guerra

La Biblia, las historias egipcia, babilonia e hitita, los poemas homéricos, todo está lleno de batallas y de guerras ganadas o perdidas que han determinado el curso de la historia.

Pero, si la guerra constituye un punto de referencia constante en la historia del hombre, sus formas han experimentado variaciones muy profundas.

En la Edad de Piedra era corriente que los vencedores devoraran a los vencidos al finalizar la batalla. Hoy en día, la Convención de Ginebra regula hasta en sus menores detalles el trato debido a los prisioneros de guerra, aunque cabe señalar que no siempre se la respeta rigurosamente.

La guerra es, por tanto, un índice revelador del desarrollo tecnológico, de las costumbres y de la moral de quienes combaten en ella, revistiendo como tal una gran importancia para los estudiosos en general y los historiadores en particular.

Por otra parte, no debemos olvidar jamás que la guerra es lo más trágico, espantoso e inconcluyente que pueda llevar a cabo el hombre.

Cuándo un puñado de hombres cambiaron la historia del mundo

En la historia del hombre son escasos los ejemplos de batallas cuyo resultado haya influido en el destino del mundo. Uno de estos pocos casos está representado por la batalla de Gaugamela.

Nos hallamos en el año 331 a. de J.C.: Alejandro Magno hace ya algún tiempo que ha desembarcado en los vastos territorios del imperio persa, lanzando contra este gigante un desafío histórico.

El emperador persa Darío Ill ha necesitado muchos años para reunir a sus gentes, como consecuencia de la gran extensión de su reino.

Los primeros guerreros que fueron destinados a luchar por sus civilizaciones.

Pero ahora, finalmente, al mando de un ejército de proporciones nunca vistas lo componen más de medio millón de soldados de a pie, 45.000 de caballería, 15 elefantes y 200 carros de guerra.

A este desmesurado ejército opone Alejandro otro mucho más reducido, cuya fuerza reside en la falange macedonia: 9.000 hombres dispuestos en ocho filas a lo largo de un frente de un kilómetro, armados con lanzas muy largas.

Llegamos así a la mañana de la batalla. Bajo el tibio sol de un amanecer de octubre, los macedonios contemplan el desmesurado ejército persa que se lanza al ataque entre gritos.

El flanco del ejército macedonio cede ante aquella marea humana. Darío ya está seguro de victoria. Pero he aquí que, súbitamente, hace su aparición la falange.

Tras el terrible muro de hierro de sus lanzas, los macedonios avanzan contra el ejército adversario. Las filas de Darío ceden. ¡Es el final del imperio persa!.

Cuándo hincó la rodilla la orgullosa Roma

Las “horcas caudinas” señalaron un momento muy poco honroso para los romanos. Caídos en una emboscada de los samnitas en el 321 a. de J.C., fueron obligados a pasar uno a uno bajo un yugo formado por dos lanzas entrecruzadas. Se trataba de un acto de sumisión y humillación a un tiempo.

Como única contrapartida de la victoria, los samnitas exigían que los romanos accedieran para siempre a deponer las armas.

Dado lo desfavorable de la situación, los cónsules aceptaron y se firmó la paz, pero el senado romano consideró que era más conveniente reanudar las hos-tilidades.

Fue así como la muy orgullosa Roma, tras verse deshonrada por la derrota y la humillación, tuvo que soportar un deshonor aún mayor: el de haber faltado a la palabra dada.

Y los dos cónsules, Veturio y Postumio, fueron enviados de nuevo a los samnitas, como castigo por haber aceptado deponer las armas.

Cuándo las trompetas de Roma pusieron en fuga a Aníbal

La batalla de Zama, librada en el año 202 a. de J.C., fue un momento muy importante de la historia romana porque marcó la caída definitiva del poderío cartaginés.

No pretendemos ahora describirla, sino sólo narrar un hecho curioso, que influyó grandemente en el resultado de aquella contienda. Los ejércitos de Aníbal y de Escipión estaban enfrentados.

Las fuerzas se inclinaban ligeramente a favor de los cartagineses, que contaban con 50.000 hombres contra los 40.000 de los romanos, y sobre todo disponían de un arma excepcional: los elefantes.

Pero los elefantes fueron la ruina de Cartago, porque Escipión, con la astucia adquirida en pasadas experiencias, cuando vio que avanzaban los elefantes dio orden a los trompeteros de que tocaran los cuernos con todas sus fuerzas para las primeras guerras.

El espantoso estruendo aterrorizó a los paquidermos, que retrocedieron y acabaron pisoteando a la caballería cartaginesa que atacaba detrás de ellos.

Aprovechando la confusión del ejército enemigo, Escipión ordenó el rápido ataque de sus tropas y consiguió derrotar estrepitosamente a los bravos cartagineses.

Cuándo se salvó Europa de los árabes

Nos encontramos en el año 732 de nuestra era. El imperio árabe ha alcanzado su máxima expansión. Los ejércitos de los musulmanes, al mando del califa Abderrahmán, tras haber ocupado España han cruzado los Pirineos y avanzan sobre Francia. El camino de las llanuras de la Europa central está abierto para la invasión.

Contra esta amenaza se levanta Carlos Martel, príncipe de la dinastía merovingia, al mando de una coalición de las poblaciones de Francia.

Es el encuentro entre dos civilizaciones distintas, no sólo por la religión o la ordenación social, sino también por la forma de combatir en las primeras guerras.

Los musulmanes, provistos de armas ligeras, confían sobre todo en los arqueros y en la caballería armada de venablos y cimitarras.

Galera Veneciana del siglo XVI

En el otro frente tenemos el imponente aparato bélico de los francos, altos y fuertes, recubiertos completamente de hierro, protegidos por anchos escudos y armados con largas y pesadas espadas, o bien con las terribles hachas de combate.

Estos guerreros montan cabalgaduras imponentes, mucho más altas que los nerviosos caballitos árabes, parte de las primeras guerras.

Los musulmanes llevan varios días intentando provocar a los guerreros francos y hacerles descender de las colinas de Poitiers, donde forman una compacta muralla de hierro, para entrar en el cuerpo a cuerpo desordenado que tan bien dominan.

Pero Carlos Martel no cede, y la mañana del 7 de octubre los pequeños jinetes árabes se lanzan al ataque.

Durante horas y horas los musulmanes se estrellan contra aquellos gigantes sin conseguir desbaratar sus filas.

Al anochecer, los francos se animan y lanzan un ataque en filas apretadas. La potencia del choque de los cristianos es tal que los musulmanes son presa del pánico en las primeras guerras.

Pocas horas después, las colinas de Poitiers se hallan cubiertas de cadáveres árabes, y el imperio de la media luna ve desvanecerse su sueño de conquistar toda Europa.

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